lunes, 17 de abril de 2023

Las damas en la guerra

La refinada cultura oriental supo hacer de todas las prácticas humanas un arte cuyos fundamentos han perdurado a través de los siglos, aunque muchas veces olvidemos sus orígenes.



El arte de la estrategia fue convertido en un juego de mesa para que cortesanos y militares pudieran ejercitar sus contiendas en forma incruenta.

Este juego sintetizó las formas y los valores de los actores y esquematizó el campo de batalla: infantería, caballería, máquinas de asedio, sacerdotes y señores asumieron un lugar y un valor de acuerdo con su papel en la sociedad y su rol en el momento de la conflagración.

La infantería, numerosa ya que su poder reside en el número; la caballería, reducida en cantidad y con más poder en el tablero porque su movilidad se debe adecuar al terreno como le sucede a las máquinas de asalto.

Los sacerdotes, cuyo poder no es directo, sino oblicuo, pues su fuerza no está tanto en la confrontación directa sobre el campo de batalla. Después de todo, las intrigas y acuerdos que entretejen las castas sacerdotales son tan valiosas como el amparo espiritual con el que se confortan los beligerantes durante la batalla.

Pero, ¿de dónde viene el poder otorgado a la "Dama", a la "Reina", a la "Señora" que acompaña al soberano? Como decíamos al principio, cada pieza no es solo un símbolo sino que opera como una síntesis, condensando en una imagen la realidad múltiple y diversa: esposas, hermanas, madres, hijas, cortesanas, sirvientas, todas señoras poderosas en el juego de la guerra.

Corría 1810 en las dilatadas colonias que alguna vez fueron parte del "Imperio en el que nunca se ponía el sol" y los hombres decidieron que la distribución del poder debía cambiar. Los intrigantes se alineaban en el tablero y se disponían a comenzar una larga partida de ajedrez. Sin embargo, la corta mirada de los hombres impedía que se dieran cuenta de que sin la participación de las damas la partida no se podría ganar.

Cuando se habla de las mujeres durante la guerra de la independencia, en el imaginario colectivo se las recuerda bordando banderas, donando joyas o curando heridos. Como de costumbre, la fama y la gloria se la llevan los grandes guerreros como San Martín, Belgrano o Güemes.

Sin embargo, escasa sería la grandeza de los héroes si no hubiera sido por aquellas olvidadas mujeres que lucharon en más frentes que los hombres.

Unas pocas trascendieron, salvadas por la memoria popular, como el caso de Macacha Güemes, hermana mayor del prócer, o a la aguerrida Juana Azurduy de Padilla, que atacara a las tropas realistas para rescatar la cabeza de su marido y darle cristiana sepultura.

Pero hubo muchas otras que constituyeron una temible red de espionaje y subversión que socavó una y ora vez la organización del ejército realista.

Cada vez que Salta estuvo ocupada no había dato, por diminuto que fuera, que no llegara a las tripas de Güemes, porque las damas, las niñas, las mujeres de la servidumbre y las esclavas entablaban amistades y hasta amores con oficiales, suboficiales y soldados que sucumbían ante los encantos de las hermosas salteñas, alojando la lengua y, a veces, hasta la voluntad –llegando incluso a cambiar del bando realista al bando patriota-.

Ante esta situación, los Altos Mandos Realistas tomaron severas medidas. Por ejemplo a Juana Moro, sospechada de espionaje, la emparedaron en su propia casa para que muriera de hambre. Este castigo ejemplar fue frustrado gracias a sus vecinos que, aunque realistas, no pudieron admitir tal barbarie y cavaron una pared para asistir a la condenada salvándole la vida.

Los castigos, lejos de amedrentar a las patriotas, las llevaron a aguzar el ingenio con mil recursos de un ingenio tal que hoy humillarían a cualquier servicio de espionaje moderno.

Loreta Peón mantuvo una red de comunicación entre las ciudades de Salta, San Salvador de Jujuy y Orán, llevando información oculta en sus polleras o utilizando un buzón secreto oculto en el árbol junto al río Arias.

Las criadas encargadas de lavar la ropa en el río, llevaban las cartas al “buzón”, Luis Burela pasaba luego a retirarlas y dejaba a cambio los nuevos requerimientos de información. Los realistas nunca lo supieron.

Loreta Sánchez de Peón con su cabello castaño y sus ojos azules no encontraba barrera que le impidiera trasponer las guardias, a los que ingresaba con la excusa de vender pan a los soldados. Una vez dentro contaba las tropas valiéndose de bolsas de maíz cuyos granos servían de ábacos libres de sospecha.

La esclava Juana Robles se encargó de difundir en Salta la noticia de que la ciudad de Montevideo había caído en manos patriotas, lo que socavaba la moral de las tropas realistas, por lo que fue apresada, juzgada y condenada a muerte. Sin embargo, la astuta morena salvó su vida haciendo creer a sus captores que estaba embarazada. Lo que no evitó que la humillaran públicamente, paseándola por la ciudad emplumada, semidesnuda bajo los insultos de la plebe y los soldados.

El General Pezuela, harto de luchar contra un enemigo invisible que lo acosaba en todos los frentes, ordenó a los cabildos que hicieran un padrón de todos los sospechosos de conspiración para apresarlos y llevarlos al Callao y liberó las propiedades de los emigrados al saqueo de los soldados.

En vano tomó tales resoluciones porque en los cabildos, antes que la obediencia a Pezuela, primó la amistad con los vecinos, lo que frustró el plan realista.

Un capítulo aparte merecen las valientes que acompañaron a los ejércitos liderando ataques, rescatando heridos y proveyendo auxilio en las batallas, como lo hiciera Martina Silva de Gurruchaga con su decisiva acción durante la Batalla de Salta.

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